Sacó el traje de luces del armario. Impecable como siempre, con algunos descosidos en las extremidades, pero eran gajes del oficio. Se vistió, sabiendo que ésta podía ser su última actuación. Se colocó la montera y se despidió de su mujer. Ella nunca quiso ir a verlo. Detestaba la idea de verlo morir trabajando.
Olé. El capote de brega volaba al compás de los aplausos de la plaza. "Abanicando se aprende el arte", le dijo en su primera clase el maestro. Y nunca lo olvidó. En ese momento, entre los gritos de las graderías y él se interponían 523 kilos de masa muscular aturdida y embravecida.
Oooole, ooole y oooole. El toro, cansado. El maestro, con ganas de rematar. El público a punto de levantar los blancos pañuelos que le regalaban la salida por la puerta grande de la plaza, como héroe nacional. Además, se llevaba el trofeo más preciado para cualquier torero: las orejas y la cola.
Las banderillas, cada una en su lugar. Faltaba el estoque, la espada que acabaría con su jornada laboral. De repente, cambiaron los roles en el ruedo. El toro aturdió y extrañó al torero.
Sin darse cuenta, el aprendiz -ahora maestro- empapaba la arena con sangre y tenía expectante al resto de la gente. En un instante, pasó la vida ante sus ojos y permaneció quieto.
"Apaga y vámonos". Cerró los ojos y expiró su último adiós en un: "Rocío, te quiero".
Esa misma Rocío que hoy decidió ir a la plaza de toros de Sevilla a sorprender a su marido y verlo en gloria y majestad al ritmo del pasodoble.
1 comentario:
Qué pena! Me ha gustao, tía!
El nudo donde Manolete pasa a ser de victimario a víctima no más me quedó cojito...
Un beso grande.
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