Está revestido de gloria.
Calmado, sereno, quieto.
Entre cuatro paredes de oro y con un cerrojo que se abre sólo para hacerse presente en los corazones de la gente.
Y es entonces, cuando se expone en su diminuta forma, donde me invade el pecho.
Como cuando, tras días de extravío, un niño vuelve a los brazos de la madre.
Es esa sensación de angustia y desahogo:
inexplicable e ineludible.
Recorre las venas del cuerpo hasta llegar al corazón;
ese corazón que Él tanto anhela.
Y cierro los ojos, y lo veo, y me anula, me eleva, me ensancha, me llena.
Y veo sus ojos, que empapan de lágrimas los míos.
Llama a mi puerta, incesantemente.
Y aunque no le abra vuelve a llamar.
Y cuando le dejo entrar, no queda nada de mí, ni un resquicio, porque Él me ha completado. Me ha contemplado en mi miseria y la llena de gozo.
Es el Amor de Dios, que infunde fe, esperanza y caridad ...
desde un hueco, entre cuatro paredes de oro y que llama incesantemente a mi puerta y abre constantemente el cerrojo de mi corazón.
1 comentario:
Está precioso...¿tu le abres de verdad el tuyo? es que luego de tantos golpes a nuestra puerta y tanto hacernos los sordos, corremos el riesgo de haber perdido la audición de los llamados del Corazón de Jesús, que llama y que quiere comer con nosotros y que comamos con Él, pero podríamos no oír, y al final perdernos su banquete.
Publicar un comentario