Hoy todo Santiago parece haberse puesto de acuerdo. Las calles son grises, las paredes de los edificios huelen a hollín y las caras de las gentes transitan lánguidas. Incluso el aire está gris, aunque bueno, eso no es ninguna novedad. Frente al museo de Bellas Artes, hay una bella estatua, gris por supuesto, de dos figuras entrelazadas y en su pedestal se cita: “Unidos en la gloria y en la muerte”. Parece un verso de Bécquer. Romántico.
Aunque más romántica es aún la historia de ese hombre sentado en la escalinata, delante del museo. ¿Lo ves? Las canas ya le han pasado la cuenta. Su cuerpo está desgastado, aunque conserva un espíritu joven. Tiene un corazón romántico, con un cuádruple by-pass incorporado. Es una pasa de la cabeza a los pies, arrugado por todas partes. En su tiempo debió ser un Donjuán, aún conserva rasgos finos: su nariz aria, perfectamente simétrica y fina; sus ojos, de un color aguamarina penetrantes y con un brillo especial; las facciones marcadas, mandíbula potente, pómulos notables y barbilla prominente.
Destella un aura de misterio, igual que su ropa. Parece haberle robado la gabardina beige que lleva puesta a un personaje de Sir Conan Doyle. Sólo le falta la pipa para ser protagonista de una novela policíaca. Los pantalones, grises, igual que el ánimo, igual que los restos del cigarro, igual que Santiago entero. Los zapatos, a pesar de tener 10 años, lucen como si se los hubiese puesto por primera vez. Con una mano apaga el pitillo, en la otra sostiene un café tradicional: espeso, amargo, de esos que el abuelo solía tomar para leer el periódico los domingos en la mañana. Parece que los gustos de las personas se van homogeneizando con el pasar de los años. Y eso era lo que precisamente él no quería: envejecer, y menos sin ella.
¡Si las escaleras del Bellas Artes pudiesen hablar! Hace 50 años, donde ahora se está muriendo un cuerpo envejecido y desgastado, ese cuerpo, con un corazón enamorado y una mujer, se juraron amor eterno. Ahora, medio siglo después, el museo se ha convertido en el muro de las lamentaciones. Gris. Incluso la plaza de juegos construida en pleno parque forestal parece haber perdido su color.
– Nada vale la pena, la vida, si no es por ella. – piensa.
Y tal como Larra hizo en su época más gris, el hombre, vestido en sus mejores galas (una gabardina, unos pantalones grises y unos zapatos relucientes), saca una pistola en pleno centro de Santiago y como todo un caballero, se despide de las personas que más cerca están de él.
Aunque más romántica es aún la historia de ese hombre sentado en la escalinata, delante del museo. ¿Lo ves? Las canas ya le han pasado la cuenta. Su cuerpo está desgastado, aunque conserva un espíritu joven. Tiene un corazón romántico, con un cuádruple by-pass incorporado. Es una pasa de la cabeza a los pies, arrugado por todas partes. En su tiempo debió ser un Donjuán, aún conserva rasgos finos: su nariz aria, perfectamente simétrica y fina; sus ojos, de un color aguamarina penetrantes y con un brillo especial; las facciones marcadas, mandíbula potente, pómulos notables y barbilla prominente.
Destella un aura de misterio, igual que su ropa. Parece haberle robado la gabardina beige que lleva puesta a un personaje de Sir Conan Doyle. Sólo le falta la pipa para ser protagonista de una novela policíaca. Los pantalones, grises, igual que el ánimo, igual que los restos del cigarro, igual que Santiago entero. Los zapatos, a pesar de tener 10 años, lucen como si se los hubiese puesto por primera vez. Con una mano apaga el pitillo, en la otra sostiene un café tradicional: espeso, amargo, de esos que el abuelo solía tomar para leer el periódico los domingos en la mañana. Parece que los gustos de las personas se van homogeneizando con el pasar de los años. Y eso era lo que precisamente él no quería: envejecer, y menos sin ella.
¡Si las escaleras del Bellas Artes pudiesen hablar! Hace 50 años, donde ahora se está muriendo un cuerpo envejecido y desgastado, ese cuerpo, con un corazón enamorado y una mujer, se juraron amor eterno. Ahora, medio siglo después, el museo se ha convertido en el muro de las lamentaciones. Gris. Incluso la plaza de juegos construida en pleno parque forestal parece haber perdido su color.
– Nada vale la pena, la vida, si no es por ella. – piensa.
Y tal como Larra hizo en su época más gris, el hombre, vestido en sus mejores galas (una gabardina, unos pantalones grises y unos zapatos relucientes), saca una pistola en pleno centro de Santiago y como todo un caballero, se despide de las personas que más cerca están de él.
¡BANG!
Las palomas del parque vuelan asustadas, grises. Todo permanece en el color: los adoquines, los semáforos, las caras lánguidas, las escaleras del Bellas Artes; y entremedio de toda esa masa gris, la sangre roja tiñe de dolor el ambiente.
Hoy no tan sólo se ha matado un anciano en pleno centro de Santiago. Hoy han muerto dos corazones: uno, el del hombre que esperaba en el museo volver a ver sus labios; el otro, el de ella, que guardaba en él, reposado.