Se nos olvidan que están ahí, que nos conmovieron en algún momento de nuestras vidas. Permanecen calladas, apacibles, escondidas y se jactan de que no las encontremos. Se dicen alto y fuerte o entre cuchicheos y murmullos sordos. Las guardamos en el cajón de la mesita de noche antes de irnos a dormir y nos despertamos con ellas entre el baho de la ducha. Ríen y lloran, nacen y mueren. Se escriben y se borran. Salen de la nada como flores en primavera y desaparecen entre la niebla de la incertidumbre. Retumban en los oídos y enamoran. También decepcionan.
Ayer las leí entre los latidos de mi olvidadizo corazón, las vi entre los labios de aquel sacerdote que veneraba al Santísimo Sacramento del Altar. Me recordaron la grandeza y pequeñez de un hombre, santo. Las tomé en mi boca, las mascullé, las tragué y las digerí. Se me cayeron de los ojos, se me clavaron en la ropa. Se me impregnaron en la piel como el perfume fresco de la mañana. Me entraron por los poros como agua. Fresca, nueva, radiante. Y recordé que las conocía y que en algún momento de mi vida me había enamorado de ellas. Que eran ellas, las palabras, las que me movían el corazón: diminuto, pequeño y necesitado.
Soñé con ellas y me quedé corta ...